Estoy rota. Me duele el cuerpo puñaladas en mi espalda, hombros y cuello. Mi existencia me pesa, demasiado. Me empeño en mantenerme a flote y me vienen al recuerdo las palabras de mi terapeuta diciendo: "¿y qué pasa María si te hundes?" ella pensaría que debía tocar fondo o que debía perder el miedo a encontrarme mal, pero yo soy experta en quitar importancia a mi malestar. Y la cultura del hapiness no nos deja mostrarnos tristes y vulnerables. Aún me cuesta escribir sobre cómo me siento. Me siento repetitiva, lastimosa y quejosa. A veces, también pienso que si no hubiera una pantalla entre tu y yo, sería incapaz.
Hoy me comunicaron que ya habían puesto nombre a algo que me sucede: El síndrome de la impostora. Yo he jugado toda mi vida a serlo, a aparentar que todo iba bien cuando en realidad estaba al borde del desquiciamiento. Y eso es algo que manejo bien, soy capaz de desconcertar a quienes mejor me conocen. Sin embargo estas semanas no me siento capaz de controlarlo. El control, otra estrategia nefasta que nos torna en la peor versión de nosotras mismas, enemigas de la espontaneidad.
Me siento un fraude a pesar de tener tres títulos universitarios y nosecuantos cursos, años de militancia, viajes, haber vivido desde los 21 fuera de casa de mi familia, etc. porque no solo cuenta lo oficial y académico. Soy capaz de cuidar de mi misma, o lo intento.
Mientras me pongo otra copa de vino como homenaje a que he sobrevivido a otro día anodino, no se si alguien va a leer esto, pero ahí queda: pienso que me agota mi precariedad y no me concedo la licencia ni de quejarme, hasta ahora. Me jode pensar que nunca es suficiente para ese puesto de trabajo que ni siquiera está al nivel de mis estudios (estoy sobrecualificada para la mayoría de empleos a los que encuentro la posibilidad de aplicar), nunca son suficientes cursos, ni suficiente experiencia, o no la puedo demostrar porque a mis 29 casi 30 solo he cotizado 14 días. Que no es que no haya trabajado, porque tengo tres o cuatro trabajos distintos que realizo con rigurosa preparación y dedicación y aún así no me siento cómoda en ninguno porque siento que soy una especie de intrusa, porque doy clases de español pero no estudié una filología castellana.
La embarrada realidad es que a penas hay creación de empleos cualificados y somos muchas dedicando nuestros mejores años a formarnos. Pero a mi cuerpo no le convence la barbarie de la lógica capitalista. Estoy aborrecida de compartir piso con gente que no me importa un carajo. Hoy me he permitido la licencia de encender la estufa durante el día, aunque gaste más. Una estufa que comparto algunos días con mi compañero de piso. Tengo amigos que han dejado de ofrecerme planes que impliquen algún gasto extra porque ya saben mi respuesta. He empezado a ahorrar ya para poder, dentro de un par de años, ir a visitar a esa amiga que llevo un trienio sin ver. He dejado de buscar piso porque no puedo asumir una fianza ni unos gastos yo sola. Y tengo que aguantar que mis caseros, unos machistas asquerosos, vengan cada mes a cobrar el alquiler, porque no quieren pagar impuestos, ni hacer un contrato con validez legal que me hubiera permitido solicitar la ayuda del alquiler. Esta semana, a raíz de una crisis de ansiedad que me ha dejado dos días en cama, he decidido dejar de posponer esa visita a la fisio que llevaba necesitando desde hace varios meses, os podéis imaginar por qué. Y he vuelto a ponerme en manos de la Seguridad Social para ver si me ayudan a poner parches a mi estado decadente de salud mental.
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